Veinte días tardó Carlos II en atender el ruego desesperado del Concejo de enviar a la ciudad un corregidor que zanjara la oleada de crímenes, robos e indecencias que ni el toque de queda, anunciado cada noche por la campana de Santa Catalina, había logrado frenar. Porque a finales del siglo XVII, en Murcia apenas se podía salir a la calle.
La peste y la hambruna habían dejado un rastro de miseria, acrecentada por un terremoto que derrumbó, en un soplido arenoso, hasta la parroquial de San Pedro. Ni el obispo ni su Inquisición, ni siquiera las autoridades civiles lograban contener la oleada de atracos. Y en esas Carlos II envió al Corregidor Pueyo. Pueyo, de nombre Francisco de Asís Miguel, era un aragonés en el porte y en las maneras. Así que dispuso instaurar el orden aunque tuviera que encarcelar a la mitad de la población y ahorcar al resto.
La brutalidad de Pueyo superó las expectativas del Concejo. De entrada, condenaba a cien azotes a las prostitutas que fueran sorprendidas, por vez primera, con su rufián, quien se exponía a perder su pie izquierdo si reincidía. Peor era ser descubiertos una tercera vez en las calles, porque entonces, según la ley, “el rufián y la puta serán ahorcados”.
La mano de Pueyo tampoco tembló al condenar a varios ladrones a ser azotados en Santa Catalina, entonces la plaza pública de la ciudad. No contento con el castigo de cien azotes para cada uno, ordenó que les arrojaran pez hirviendo y los arrastró por la ciudad para escarmiento público. Aquél castigo apaciguó las noches murcianas, aunque no doblegó la determinación del corregidor de seguir patrullando, en persona, las calles para garantizar la seguridad.
Un tiempo después, mientras Pueyo hacía su ronda nocturna, le salieron al paso unos encapuchados en la remota calle de Caldereros. Muy cerca, la antigua Puerta de Vidrieros y la muralla, o lo que comenzaba a quedar de ella. En la noche resonó un trabucazo y las monjas verónicas detuvieron sus rezos insomnes. Siete cuerpos quedaron tendidos en el suelo. Eran el corregidor y sus hombres. Después quedaría admirado el cirujano al comprobar que, entre los muchos impactos en el cuerpo de Pueyo, sólo uno hubiera revestido gravedad al ir dirigido al corazón del corregidor. Pero resultó ileso porque la bala impactó contra una medalla de la Virgen del Pilar, de la que era devoto el maño. Y salvó la vida.
La noticia del supuesto milagro se difundió por la ciudad. Además de aragonés, el corregidor, antes de desvanecerse por el disparo, contempló una imagen de la Pilarica, que un devoto había colocado en la puerta de Vidrieros unos años antes. Ante la imagen, cuando se hubo restablecido, Pueyo prometió públicamente que construiría en el lugar del atentado una ermita y un hospital para peregrinos. El templo sería consagrado a su virgen, a la que atribuía el milagro de seguir vivo.
El corregidor, mientras seguía azotando y ahorcando criminales, impulsó el proyecto del templo, que sería inaugurado en 1684, un 27 de diciembre. La ermita fue engalanada con obras tan destacadas que su existencia lograría salvar el inmueble de la destrucción varios siglos después. Entre ellas, una Purísima de Salzillo, labrada en piedra, un San Patricio y el retrato del propio corregidor, que aún se conserva. O un cáliz de plata con el escudo del Ayuntamiento.
El corregidor, curiosamente, no asistió a la ceremonia de apertura de su ermita porque había sido trasladado a otra ciudad para aplacar nuevas revueltas. Pero legó a Murcia esta obra que, con el paso de los años, se convertiría en el único referente histórico del barrio, después de desaparecer la muralla y sus puertas y ser dinamitado el templo barroco de San Antolín.
En sus siglos de existencia, la ermita ha estado a punto de desaparecer. A finales de la década de los sesenta permanecía cerrada, incluso el día de su festividad. Las reparaciones se cifraban en unos dos millones de pesetas de la época. El edificio tendría que ser apuntalado hasta que una plataforma de vecinos del barrio se decidió a salvarlo. Y lo consiguieron. Recuperado su antiguo esplendor, la ermita que se erigió por un corregidor aragonés permanece entre nosotros, aunque sólo sea para recordar la curiosa historia de su fundación.