Fulgencio Saura Mira. Hablar de pandemia, epidemia o cosa por el estilo es tan actual como sufrido por el mundo y el pueblo español, y cuyas consecuencias han sido siempre  imprevisibles, dejando una secuela de drama imponderable. Determinar sus causas, el origen y circunstancias de las mismas es casi imposible y en todo caso es la historia la que nos dice la última palabra. Que la epidemia como propagación de contagio provocado por una enfermedad es tan viejo como el comienzo de la humanidad, ya que el hombre como ser frágil está sometido a los influjos de la naturaleza provocativos de enfermedades que a veces se expanden y dan lugar a situaciones dramáticas, Que hubo epidemias y muy reiterativas es tan real como las que   se provoca en la Edad Media donde las escuelas de medicina dejan observaciones que sirven para estudios posteriores, pues es un tiempo de guerras y peregrinaciones en defensa del cristianismo  que llevan a provocar hambrunas y males como la lepra, sequias, inundaciones, escorbuto, sífilis “ que no perdonaba a nadie”, y otras  que narran los cronistas dibujando un escenario tan dramático como conmovedor. La presencia de epidemias marca siempre un ciclo que afecta a la  forma de vida urbana y rústica. El hombre que habita el burgo y se ve invadido por la lepra planteaba unas restricciones aparatosas en el vestimento unido a la campanilla que había de portar, pero es que no son menos las secuencias que marcan las referidas a la peste negra, el cólera, y las plagas que perjudican a los labradores. El escenario donde se desarrolla el espectáculo de cada foco epidémico lo vemos narrado en autores renacentistas como Bocaccio o Manzoni en la Italia del siglo XIX, y no son halagüeñas precisamente esas narraciones de tan ilustres escritores dignas de recordar en este trágico momento por que atraviesa el mundo y que como dice  F. M. Garrisón, la epidemia “ está pronta a coger a los señores y a los aldeanos, a los justos y a los injustos con un espíritu en cierto modo imparcial.”(1)

La epidemia del cólera en el siglo XIX afectó a buena parte del territorio español.

Por nuestra parte nos limitaremos a dar unos apuntes de las epidemias que han asolado en los siglos XVIII y XIX a la villa de Alcantarilla y Fortuna en referencia  al cólera y la plaga de las langostas y de la peste en Fortuna, aunque no podemos dejar de  dar unas pinceladas sobre las que invaden la región de Murcia y deja estragos en la misma capital en el siglo XIX con efectos desastrosos de los que tenemos muchas referencias, pues sabemos que en 1811 hubo epidemia  que entre otras cosas dio con la muerte de nuestros gran pintor Joaquín Campos autor de un lienzo soberbio sobre ese contagio de la peste en Cartagena y Murcia, lo que es significativo. En 1833 es sabido que se declara en España la epidemia  del cólera que  se muestra en la ciudad  y  la huerta murciana con un señuelo de muertes que deshacen vidas y muestran el horrible panorama en el que habita la sociedad, nobles y pobres se ven arrojados al vacío de la sepultura. Hidalgos y plebeyos expresan su dolor y necesidad de ayuda con la presencia de  hospitales destinados a acoger  los    cuerpos agotados y en trance de muerte. Hay nobles que acongojados por la situación ejercen su caridad ante lo miseria que sufren los habitantes afligidos por el trance que pasan, por la necesidad ante la falta de lugares de enterramiento. Son muchos los fallecidos, eclesiásticos y  personas ilustres como el Corregidor Enjuto, y destacan en forjar acciones caritativas don José Zarandona de tanta  eficaz y brillante  labor,  como la de  don Antonio Fontes y Diego Melgarejo. Todo un escenario dramático para dejar correr  la pluma de los escritores en plasmar  tal panorama de desastre, con el rostro de los murcianos  asombrados por la peregrinación de inmensidad de féretros por las calles a esas horas del atardecer entre los  gritos y oraciones de la gente que atónitas los veían pasar por su lado. Se dice que era tan dramática la situación que  arrojaban los cadáveres de los niños a las acequias y los de los ancianos al río. Un momento sin duda para novelar, pues la gente no daba para amarguras y el mismo sepulturero “Matagatos” no solo envolvía de tierra a los cadáveres pues también les robaba, hasta tal punto que la justicia lo llevo al cadalso.( 2 )

Anécdotas de este tipo se advierten y conjugan la picaresca con la tragedia vivida, En 1885 hizo estragos, de nuevo, el cólera en la  ciudad y la huerta, por supuestos en los pueblos, como veremos .Tuvo, a su vez unos tintes oscuros dejando a la vista  otro espectáculo que con  más de tres mil afectados en Murcia y los pueblos, con mil cuatrocientos muertos, ello en época del Obispo Bergaz, quien con el afamado Conde del  Valle de San Juan aportaron obras de caridad  para los desfavorecidos. Sería largo incidir en este momento de la epidemia que el poeta murciano Pepe Tolosa describe en su obra “ Murcia en la mano”, donde la falta de un cementerio público para enterrar a tantos cadáveres precisaba   la inclusión de un Hospitalillo en el sitio de la Trinidad y la Taquilla. Todo  en ese momento era amargura en un  ambiente desolador; de uno al otro lado de la ciudad se escuchaban lamentos, gritos de los enfermos. Todo mostraba un color de negrura donde los rostros de la gente expresaban lo peor que pueda acontecer en el ser humano. En una esquina de la plaza catedralicia se mostraban cuitas de espantosas quejas entre familiares y los conductores de los carros que llevaban los cadáveres amontonados, pues se notaba sus cuerpos desvencijados como si fueran objetos inservibles que se trasladaban  en aquellos vehículos de negrura por las calles más recónditas, entre el murmullo de quienes atravesaban las calles o miraban por las terrazas de sus casas huyendo del mal que los perseguía. La Barca de  Caronte  no daba abasto  para portar aquella multitud de muertos al otro lado de la orilla. El pueblo murciano, la huerta entera, las cercanas pedanías abandonaban las barracas, buscaban a sus familiares, porfiaban a sus santos patronos y forjaban romerías en protección de sus vidas, eran ceremonias que salían del corazón de la gente que continuaba sus tradiciones, como la rezar a la Virgen de la Fuensanta y poner su manto en los templos y en la catedral. Hasta no hace mucho y en nuestros viajes por los pueblos y zonas de huerta  más apartadas todavía se recordaba la tan dramática epidemia y los relatos de cronistas dando cuenta de los dos carros, que con los nombres de “La Mascota” y “ La Pepa”, llevaban los cadáveres al iniciado cementerio de Nuestro Padre Jesús que por cierto se inaugura el 5 de junio de 1887 por don Cipriano Rex, en sustitución del Obispo.

 Sin duda  que estas epidemias que en el siglo XIX  abaten a la ciudad de Murcia y a los pueblos dejaron una huella imborrable, lo vemos en cualquier investigación que se haga en indague en los textos del momento, a veces sobrepasaba las fronteras  y autores atan significados como Marcel Proust y J. P. Sartre, las evocan; aquel dando nota de otro suceso trágico como la célebre Inundación de Santa Teresa de 1899, que conmueve al país francés; como dejando constar el autor de El ser y la nada, la epidemia de la gripe española que tantos pésimos resultados tuvo en Murcia  aunque ya en fechas más actuales, pues a este particular tengo referencias familiares  dramáticas. Pero no es momento de ladearnos del tema propuesto que es tan antiguo como el ser humano, ya que epidemias hubo en todas las civilizaciones, unas por razón de guerra o siniestros provocados por contaminación de las aguas u otros efectos naturales, cuyas causas han sido estudiadas suficientemente por las escuelas  y donde los discípulos de Hipócrates de la escuela de Salerno, dieron versiones a veces muy equiparable a la de los llamados “ Charlatanes” que esparcen su figura a lo largo del siglo XVIII, que, de otro lado no desentonan de los galenos de nuestro siglo, y es que siempre habrán epidemias a nivel mundial o local provocadas por no se sabe que causas, puede que por intervención del hombre y de su avaricia de progreso. A la conjunción del dolor que plantean las enfermedades epidémicas se unen los fervores por los santos patronos como iconos para superar la tragedia, ello unido a formas de actuaciones que sería interesante abordar extensamente.

RASGOS EPIDÉMICOS EN ALCANTARILLA Y FORTUNA.

 En nuestra posición de cronista de ambas localidades no podemos por menos que  hacer referencia, en el caso de Alcantarilla del foco epidémico  de cólera que tiene lugar en 1820  y deja consecuencias agudas en el desarrollo de la vida local en sucesivos años. El hecho de que el municipio tomara oportunas medidas en un principio da buenos resultados, que se fue aumentando con la inquietud ante  el fallecimiento  de la gente. Lo que justifica la actitud del concejo en  tratar de resolver tan duro trance forjando  toda una inquietud que se palpa en el contenido de tales documentos (3).  

La villa vive en e esos años  una angustia ante la muerte de familiares, vecinos y  cuantos  permanecían en la localidad. Era siniestro el cuadro que dejaba la ciudad cuando oscurecía y las calles  paladeaban el sabor del contagio de la epidemia que  no daba tregua, ni siquiera se podía advertir  ni cuantificar a los afectados ante la falta de iluminación.  En efecto, con tan solo   quince faroles portátiles que ponían sombras más bien que luz en las calles y plazas donde quedaban amontonados los contagiados poco se podía hacer ni encauzar el vehículo de la recogida de los fallecidos.. Era preciso hacer “ fuegos encendidos” en diversos lugares para advertir la presencia de aquellos y tratar de quemar la ropa  “enseres, utensilios” y todo cuanto estuviera en contacto con la gente, pues también había que hacerse con los aposentos y recintos necesarios “ donde dicho mal se había producido”. Era tal el ajetreo de los ediles y de los vecinos en poder identificar a conocidos y extraños, que bien se ajustaba el alcalde en dar órdenes  a sus empleados  y en especial al sepulturero, en evitación de una infección mayor. Es el caso que, lejos de contener la epidemia se avivan como la ceniza de los utensilios  incendiado. Todo es sombrío enjambre de luces, a veces fátuas y luminosas que los faroles e incendios indicaban abriendo un escenario de cuerpos y personas cogiendo los cadáveres, encaramándolos al carromato portado por personaje, que era más fantasma que ser humano. Apenas quedaba espacio para el enterramiento de aquellos cuerpos que aparecían sin nombres, asolados, como  si fueran extraños seres que se unirían al vacío de la tierra, sin una sepultura donde rezarle la familia.

 En la sesión de 4 de julio de 1820 el concejo, sus miembros quedan asombrados por los partes del sepulturero que dejaban hondas preocupaciones;  por  disturbios de los vecinos y el lamento de la población cuya tristeza revienta el ambiente. Había que hacer algo para incrementar lugares de enterramiento. Es por ello que se vuelven las miradas al cementerio del Huerto de los Hermanos Mínimos en la idea de su utilización. Este Convento que en los años 1812 al 1816 ya  utilizaban su huerto como espacio de enterramiento de sus frailes, desarrolla en los  siglos  XVIII una labor brillante en el tema de la enseñanza y participación en prédicas cuaresmales. Ya en esos años hay focos epidémicos y   se autorizaba  el enterramiento en el Osario de la iglesia parroquial de San Pedro, siempre con el orden debido y autorización  al igual que  la realización de novenarios a la patrona Nuestra Señora de la Salud de indudable resonancia en la población, que ello era lo mínimo que se podía hacer en tamaños eventos. A la sazón, ese espacio no cubría las necesidades  por quedar ubicado en un minúsculo huerto junto a la iglesia y donde se enterraban a los pobres de solemnidad, que al parecer eran más de los deseados, amén de que también se encontraba obstáculo para realizar esta obra misericordia con los fallecidos por la epidemia y ello por formar parte de  las tumbas de los párrocos debajo de la Sacristía.  Los ediles han de aprobar medidas para  los enterramientos en esas circunstancias, como la construcción de una fosa común, en tanto que también se especifica en la sesión de 5 de octubre del mismo año 1820, hacer un censo de los Padres Mínimos venidos de Valencia, que eran cinco. A si mismo se investiga sobre las heredades de dicho convento para utilizarlas en los enterramientos, en evitación de los contagios. Es curioso observar, leyendo estas actas detenidamente, los sentimientos religiosos que anidan en la población ante eventos de este carácter que se manifiesta en la necesidad de intercede al santo patrón para la resolución de la epidemia tan dañina, en este caso a  la Virgen de la Salud y los santos, en suplica de protección a enfermos y familias de los fallecidos. Se hace constancia en la sesión indicada con la autorización de hacer misas como, “ procesiones  y palio con arcabuceros”.

 Y es de tal guisa que se utilizaban estos remedios de desfiles llevando imágenes curtidas de fervores, por las calles  a horas del atardecer; iban frailes con sus capuces y hachones que dejaban una luz espectacular en las esquinas de las plazas donde se oteaban las sombras de personas atenazadas por su temor, rezando, cuando no implorando con lágrimas en los ojos la salud para con los suyos. Se acercaba la procesión fundida en la negrura en las proximidades de la iglesia de San Roque, en la barriada de su nombre y apelaban al santo francés para que se evitara el contagio. Y de una forma ejemplar y llena de dolor, terminaba el ceremonial en la iglesia de San Pedro donde se decía la santa Misa.

Fueron años de luto que consignan las actas municipales referenciadas. Posteriormente y una vez pasada la gravedad de la epidemia el Ayuntamiento se reúne  en 1824, en sesión de 22 de abril  para solicitar  de la Junta Superior de Sanidad de Murcia  la necesidad de construir un cementerio, ante la necesidad de enterramiento de los cuerpos azotados por el contagio de la epidemia pasada, pues se desarrollaron escenas de espanto en que los cadáveres eran pasto de las alimañas. Las dificultades que el concejo tuvo  hasta que se  resuelve su problema tiene su énfasis, como se declara en sucesivas reuniones, hasta que al fin cuanta con uno de los cementerios de los de mayor calado de nuestra región.

Por lo que   se refiere a Fortuna, el hecho de contar con el santo patrón San Roque, cuya devoción proviene del siglo XVII, en que la villa ya tenía ermita dedicada al mismo y donde se aprobó su Carta de población de 1628, que ello es fundamental, base de su desenvolvimiento, y como evento de tanta categoría  queda. Con ello el pueblo agrícola tenía un punto de apoyo y consuelo para elevar sus plegarias al santo a favor de sus cosechas y epidemias de la peste es suficiente para plantear el hecho de epidemias de la  peste y otros contagios Sabemos que en el siglo XV pasó por la villa, viniendo de Valencia San Vicente Ferrer, en su misión de hacer predicas contra los heterodoxos, en especial judíos que eran separados y situados en barriadas especiales. Tenemos algún dato del siglo XVIII donde se muestra todavía la  animadversión de familias contra descendientes de este pueblo tan vilipendiado, en muestras de injurias vecinales llevadas al pleitos, algo que, aunque no forma parte de nuestro trabajo, creo interesante recoger y que ampliaremos en su momento. Pero siguiendo con lo nuestro merece recordar a modo, no epidémico pero si el impacto que provoca en la población y el campo la plaga de la langosta proveniente de España. Nos atenemos a la fecha de 1756 que se extiende a la región murciana y concretamente a Fortuna, como se demuestra en la sesión del concejo de 30 de abril del citado año, siendo alcaldes juan  López y Pascual Soro, quienes luchan denodadamente por poner coto a la plaga  que asolaba a los  campos, teniendo en cuenta las normas de la Intendencia de la ciudad de Murcia y su Obispado. Se intenta cumplir con perfección lo determinado en evitar la “ hovación y canuto de langostas”, sobre todo en “ las tierras resecas de la villa “, para lo que se designan comisarios y jurados de vigilancia, exigiendo a los vecinos la entrega de “ celemines de canuto de langostas. En este menester y conforma damos cuenta en nuestra obra ”Evolución Histórica de Fortuna..”(4), se destaca don Juan Díaz del Real, Brigadier de los Reales ejércitos de su Majestad, etc, que llevaba a sumidas algunas funciones importantes en nuestra villa, siendo un elemento esencial en la resolución del mal  dejando hambruna en sus campesinos.

Es por ello que  se ponen hitos en los parajes donde “ circulan las manchas” en evitación de la hovación de los canutos en los sitios reconocidos por Tomás Pérez y Agustín Soro Bernal peritos designados al efecto. Sabían tales técnicos la necesidad de vencer a la plaga en sus tres estados de ovación, feto o mosquito y adulto, quienes señalan de una manera puntual los lugares ms peligrosos.

 No se desperdician, como  las ceremonias religiosas implorando a San Gregorio Ostiense, como intermediario remediador de esta plaga, monje  de la época del Papa Juan XVIII cuya efigie se halla en la comunidad de Navarra, y bajo cuya advocación se extinguió esta epidemia en territorio español. Prescindo de pormenores que advierto en la obra citada que, por otro lado no dejan de aportar curiosidades para  entender el sentido religiosos de los vecinos en una época donde predominaba el pensamiento de las luces, pues se decía que se llevara el Santo por las tierras asoladas, calles y plazas, haciendo oraciones y conjuros para vencer la plaga. Lo cierto es que en la sesión de 7 de enero de 1757  se da por terminada la plaga aunque insistiéndose en la necesidad de llevar un libro de “ Asiento de los jornales dados al efecto” y que se proceda, con las cuadrillas a  quemar y extinguir la langosta. Los documentos que adveran la presencia de dicha plaga constan en el expediente realizado para la extinción de dicha plaga.

De conato epidémico podemos decir que fue el que en el año  1810 se registra en nuestra villa, motivado por los enterramientos que se realizaban en el osario de la iglesia parroquial de la  Purísima Concepción y que tiene lugar en época del alcalde  Lorenzo Martínez del Pozo que ordena, a tenor de la situación de los vecinos y el malestar que ocasionaban los olores malsanos,  la realización de un informe a los  médicos  Vicente Espí y Antonio Calvet, a los efectos de establecer las causas y estado del osario, ello “ ante la epidemia que sufre esta villa”. La documentación  que delata este foco es extensa y también los detalles que se van desarrollando hasta la confirmación de un nuevo cementerio, no sin antes atravesar periodos con sus dificultades, presión del Obispado de Cartagena y de la Corporación interesada en resolver el tema y evitar los contagios de la epidemia. El expediente relativo a la construcción de un nuevo cementerio en esos años daría para un trabajo específico que tenemos inédito (5). Tan solo señalar en el proceso amplio para llevar a cabo lo propuesto con arreglo a la normativa legal,  la intervención muy justificada de los párrocos José Olivas Villoras,  José Miralles Bernal, Antonio Blázquez que sigue al anterior y Antonio Vázquez que deja claro sus propósitos de la nueva situación del cementerio. La presencia de peritos y médicos como ediles es importante para el reconocimiento del lugar preciso y que crea una polémica muy significada, a la vez que aclaratoria de la presencia en la villa de un Calvario de arraigado carácter, espacio que, cercano a la iglesia, era cita de los vecinos que cada año realizaban el Viacrucis en la Semana Santa. Y no iban desencaminadas versiones de unos y otros integrados en la comisión, y de los curas párrocos en reconocer el mejor lugar para la ubicación del nuevo cementerio, necesario para llevar los cadáveres causantes del foco epidémico que llevó al alcalde a tales preocupaciones que enfermó.

Y es que  se manejan dos emplazamientos que dejan el tema en  interminables resoluciones de un calado muy entretenido como forma de gestar un problema sobrevenido, del que solo un enfrentamiento entre especialistas da por resuelto momentáneamente. Las divagaciones de los especialistas, los errores y maneras de actuar por el concejo, muchas veces en contra del alcalde referido llevan a argumentos que nos dicen mucho del estado en que se halla la población de Fortuna a principios del siglo XIX,  invadido por una epidemia causada por la indisciplina de los enterramientos. (5)

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

1.f.H. Garrison. Historia de la medicina. Calpe. Madrid. 1924

2- Blanco y Rojo de Ibáñez. Efemérides murcianas.

3.-En los años de secretario de Ayuntamiento de Alcantarilla, me ayudó mi compañero que fuera Director del Museo de la Huerta hasta hace unos años  Ángel Luis Riquelme Manzanera, a recopilar datos de las actas municipales que por cierto iniciaban el año 1803, pues las anteriores fueron víctimas de la Revolución de los franceses que desolaron el Archivo local.

4. F. Saura Mira. Evolución Historica de Fortuna..( Ayuntamiento de  Fortuna.

5.F. Saura Mira. Enterramientos en la iglesia parroquial de la villa de Fortuna. In.edito,

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