Juan González Castaño. Los españoles del siglo XIX tuvieron que sufrir el azote de dos epidemias desconocidas en su tierra hasta entonces. Me refiero a las de fiebre amarilla y cólera morbo asiático, propiciadas por el aumento del tráfico mundial y la rapidez conseguida por los barcos desde la segunda mitad de la centuria anterior.

     La primera hizo su aparición en Cádiz en el año 1800 e invadió otros pueblos de las vertientes atlántica y mediterránea. Resurgió en 1804 y afectó a Cartagena y a su término; de nuevo lo hizo entre 1810 y 1812, cuando, desde esa ciudad, atacó al resto del reino de Murcia, de tal manera que fueron muchos miles los fallecidos durante el terrible bienio, al coincidir en el tiempo con las penalidades derivadas de hallarse España en guerra con los ejércitos napoleónicos y mostrarse incapaces las Juntas de Murcia y Cartagena de habilitar efectivas medidas para impedir que el mal se enseñoreara de casi todas las comarcas.

     Algo más de dos décadas después, su testigo lo tomó una nueva enfermedad tropical, el cólera, que, en sucesivos brotes, llevó el horror y la muerte a numerosos pueblos de España, entre 1833 y 1885. Murcia se vio contagiada en 1834 desde el reino de Granada, vía Puerto Lumbreras, pedanía de Lorca por entonces, y, continuando por la Depresión Prelitoral, se hizo notar en casi todas las localidades de la provincia.

El cólera llevó el horror y la muerte a numerosos lugares de España, entre ellos Murcia

    Las medidas cultas contra el cólera  

    A finales del año 1833, cuando la epidemia ha afectado a parte del oeste y sur del país, la Junta Provincial Sanidad de Murcia manda editar un folleto en cuarto, cuyo largo título dice así: Plan curativo del cólera-morbo mandado publicar por  S. M. la Reina Gobernadora, para que circulen en todos los pueblos de la Monarquía, y en particular en aquellos donde por desgracia se padezca dicha enfermedad; y sirvan la doctrina y consejos que encierra, de gobierno á los Profesores del arte de curar, que tuvieren necesidad de ellos, y á cuantos se hallen al lado de los enfermos; redactado del que con igual objeto dispuso estractar  (sic) la junta de sanidad de esta Capital, de la Real Academia de Medicina y Cirugía de los reinos de Granada, Jaén y Murcia . En él se trata de enseñar a reconocer los síntomas de la enfermedad, en los que prevalecen las diarreas, náuseas, dolor y calor en la boca del estómago, los vértigos y vómitos; y se prescribe el tratamiento para curarla, con recomendación de que el paciente guarde cama y dieta, y se le suministren infusiones de manzanilla, té, hierba luisa, hierba buena o mejorana, dentro de las cuales se echarán de 15 a 18 gotas de espíritu minderero (acetato de amoniaco líquido) siempre que el mal esté en sus inicios. Si se encuentra avanzado, se le dará a beber agua tibia y se le hará tragar ipecacuana en polvo, sin olvidarse de las sangrías y de cuantos remedios aconseje su estado. Si hubiera estreñimiento, se le administrarán lavativas suaves, evitando que deriven en diarrea.  

     Por la misma época, noviembre de 1833, el alcalde mayor y subdelegado de Policía de Lorca ordenó publicar un folletito en octavo, que denominó Método curativo del cólera-morbo  por el licenciado D. Pedro Vázquez, cuyo original había salido de una imprenta sevillana poco ha.  Este médico andaluz, que aseveraba que la enfermedad no era contagiosa, basaba su receta para combatirla en la experiencia adquirida al tratar a enfermos en Sevilla, en particular, en la zona de Triana.

    Indicaba, para que no hubiera dudas al aplicarla (lo que será una constante en el siglo en remedios contra éste y otros muchos males) que sanaron las personas que la habían seguido. Recomendaba ventilar las habitaciones del afectado y hacerle tragar tres pocillos o jícaras de aceite común a intervalos de unos diez minutos; transcurrido un cuarto de hora desde el último, se le daría a beber agua más que tibia en abundancia, hasta provocarle vómitos; si no lo lograra, se le frotaría la garganta con una pluma hasta conseguirlo. Poco después, se le administraría un vaso grande de agua fría, luego una taza de caldo de puchero, un poco de vino y más agua fría, algo que se repetiría a intervalos de dos horas durante tres días. A partir del cuarto, se le daría el caldo tres veces al día, siempre precedido de un vaso de vino, y así estaría durante una semana, poco más o menos, luego de la cual podría comer de todo, salvo queso, leche y mantequa de Flandes (sic).

    Esta receta tuvo un inusitado éxito por todo el país y son varias las monografías que la comentan, aunque, al negar que el cólera fuera contagioso, mataría a más individuos que curaría. De hecho, como se dice en la nota tercera, gozó de diversas ediciones, más que nada por no haber remedios efectivos en el momento del ataque y, supuestamente, basarse en la experiencia de un médico, lo que siempre era garantía para el enfermo, que no dudaría en quitarle un pelo al diablo si con ello se curaba. Además, corrieron las copias manuscritas, pues tengo la suerte de poseer dos de distintas letras y otra editada en Cuenca, en la imprenta de Pedro Mariana, titulada Receta prodigiosa inventada por Don Pedro Vázquez, vecino de Sevilla, para curar el cólera-morbo, en la cual la profesión de su descubridor no se menciona, eclipsada, no cabe duda, por los milagrosos efectos atribuidos al remedio. Por tanto, se puede asegurar que fue usada por bastantes españoles hasta que se desveló como una superchería más de las muchas que abundaron en la época, al carecer de base científica.          No obstante lo dicho, ya en 1831, cuando la nueva epidemia estaba invadiendo Europa, se había impreso un interesante folleto en Valencia, obra del francés Félix Rollet, titulado Medios para preservarse del cólera-morbo y método para curar esta terrible enfermedad, que fue adquirido por gentes temerosas de que la plaga entrara en España. Pese a estar redactado por un científico, que trata de la historia del mal, de sus causas consecuencias y modo de combatirlo, el traductor, don J. Sáez,  escribe una corta introducción, en la cual achaca la enfermedad a un castigo del Cielo por los pecados de los hombres, por lo que El grito de contrición universal debería resonar desde la más humilde choza hasta el más elevado palacio, todo exactamente igual a lo que se leía en obras médicas y religiosas en siglos anteriores, durante los cuales, el sentir popular era que a pecados del común de vecinos  correspondían castigos colectivos, y sólo quedaba echarse en brazos de la divinidad o de sus santos para impetrar su perdón.   

    A lo largo de la centuria, continúa habiendo remedios, bendecidos por las autoridades o por los colegios médicos, que se ponen a disposición del público para enseñarle a precaverse del cólera o curarlo por medio de folletitos o insertos en las páginas del Boletín Oficial del Estado, del de la provincia correspondiente o de los periódicos, que no dejan de incrementar su presencia en ciudades y pueblos grandes, en particular, durante la segunda mitad de la misma. Así pues, en Lorca, cuando ronda el brote de 1854, con el consejo de los facultativos locales, la Junta de Sanidad ordena publicar un opúsculo, denominado Instrucción popular ó Prevenciones contra el cólera, que resulta ser copia del editado en Barcelona el mismo año, por disposición de la Junta Provincial Permanente de Sanidad, en el que, en seis párrafos, se dan consejos para no padecer el mal y, en otro, los medios para tratarlo.

      De los talleres de El Noticiero de Murcia, sin fecha, aunque seguramente para combatir el brote de 1885, pues, no se olvide, que el periódico fue publicado durante más de 40 años, hasta 1916, salió, en una hoja suelta, un Remedio contra el cólera, obra del doctor Offman, de París, que aseguraba curarlo con el empleo del alcanfor y del alcohol en forma de gotas.

     Otro de índole popular, pero que fue adoptado y recetado por la medicina culta, de aplicación en tierras murcianas, fue el polvo de la viborera, en origen una planta, la Echium plantagineum L., que crecía a lo largo y ancho del país, conocida también por Aristoloquia,  que servía para sanar picaduras de insectos y, en particular, de víboras. Usado en toda España, el prestigioso Boletín de Medicina, Cirujía (sic) y Farmacia sugería confeccionar el siguiente remedio con él:

      3 onzas de miel depurada

      3  onzas de mucílago de goma arábiga

      2 dracmas de viborera

      2 dracmas de subcarbonato de magnesia

      2 dracmas de lamedor de meconio, todo bien mezclado

     Entretanto, los concejos no se dormían ante las asechanzas del cólera y tomaron una serie de providencias que poco diferían unas de otras. Por ejemplo, ordenaron limpiar de estiércol y suciedad las calles, casas y corrales; rociar las calles con agua para matar el polvo; ventilar las habitaciones; no lavar las ropas de los enfermos en acequias y fuentes públicas; cerrar las escuelas y otros centros, para evitar aglomeraciones; conducir los cadáveres al cementerio sin duelo excesivo; preparar lazaretos para atender a enfermos y moribundos; y realizar ceremonias de acción de gracias en los templos, tras cesar el contagio. Una vez pasado el primer ataque colérico, en 1835, salió en Murcia capital un libro denominado Vara-Palo Joco-Serio á los Culi-Parlantes del Cólera-morbo, etc., escrito por José Arróniz de Alarcón, que, esto no deja de ser curioso, defendía el uso de la viborera y su empleo en condiciones controladas, frente a los que negaban la efectividad de las recetas realizadas con ella.

    Muy escaso en el día, pues apenas si se conocen ejemplares, es una crítica feroz a los que opinan sobre una enfermedad, en este caso, sobre el cólera, sin tener conocimientos para ello. Distingue el autor varios tipos de culi-parlantes, los asesinos, los aprendices de éstos y el que denomina tonti-pajuatos, aunque sus ataques los dirige contra los primeros.

    Los define como aquellos hombres vanos, presumptuosos (sic), que, habiendo pasado plaza años hace de inteligentes consumados en el arte de curar, y acostumbrados á sostener impunemente una sangrienta lucha con los progresos de la razón y de la experiencia, no sin el más escandaloso detrimento de la especie humana, han querido también figurar ahora á expensas de nuestra sangre con su ordinarios sofismas y diabólicas maquinaciones. Viendo éstos los estragos de la desoladora enfermedad (…) al reflexionar que no la entienden, ni atinan, por consecuencia con los medios más á propósito para cortarla el vuelo: á fin de no confesar su ignorancia, como modestamente debieran, á fin de conservar asimismo su antiguo prestigio y echándola de Padres Maestros, dicen y hacen lo que el Diablo con todas sus uñas no intentara (…) cuando debieran apreciar el remedio inventado, cuando debieran estudiarlo, cuando conducidos por sus particulares conocimientos y la luminosa antorcha de la análisis, debieran con tal dato trepar infatigables por el escabroso camino de las conjeturas y analogías, apara sorprender á la naturaleza y arrancarle el secreto más importante, arribando así victoriosos al punto que todos deseáramos; emprenden una marcha tortuosa, emprenden un rumbo::: lo diré: que es la afrenta de la razón y de nuestra especie.

     Apuntala sus críticas con el caso del doctor don Serafín García, el Médico, acaso más juicioso, reflexivo y acreditado en esta Ciudad (de Murcia), quien, afectado por el contagio y rodeado por sus colegas de profesión, les dijo AMIGOS, YO MUERO IRREMEDIABLEMENTE, NI USTEDES ENTIENDEN, NI YO ENTIENDO LA ENFERMEDAD: EL QUE NOS LA ENVIÓ, NO QUISO SOLTAR LA RECETA PARA SU CURACIÓN, SE LA LLEVÓ Y CONSERVA EN SU BOLSILLO. Ante lo visto, poco se debían diferenciar aquellos culi-parlantes de los saludadores, curanderos y demás falsarios, que surgían, y surgen, en situaciones de emergencia para aprovecharse de la desesperación de los afectados, durante las cuales aplicaban recetas que, a veces, no sólo no sanaban, sino que podían agravar la enfermedad.  

Aunque muchas de las recetas contra el cólera son de origen culto y laico, no faltaron otras de clara raíz religiosa

     Remedios populares contra el cólera  

    Como sucedía en siglos anteriores, durante los primeros ataques del vibrión colérico se prodigaron las rogativas, novenas, procesiones, misas y otros actos colectivos de piedad, dirigidos a los patronos de los pueblos, pese a que, desde mediados de la Centuria Ilustrada, en particular, tras los desastres de los terremotos y maremotos de Lisboa, de 1 de noviembre de 1755, la fe en la protección de Dios y sus santos se había resquebrajado por toda Europa, aunque no faltara la correspondiente ofensiva de miembros destacados de la Iglesia Católica española o de sus fieles, escandalizados por las teorías que dudaban de que Dios disponía todo, lo bueno y lo malo, que acontecía al ser humano y se hallaban  empeñados en demostrar que su voluntad se manifestaba del modo que mejor le acomodaba, es decir, que el Creador escribía derecho con renglones torcidos y ponía a prueba, constantemente, la fe y la paciencia de sus criaturas.

    Después de seísmo tan aterrador, que aniquiló a cerca de cien mil personas en la capital portuguesa y desoló ciudades costeras del sur de la Península Ibérica y del norte de África, las cosas no volvieron a ser igual y los filósofos tuvieron un campo abonado para atacar la fe, casi supersticiosa, de creyentes en un Dios vengador, azote del humano género. Los científicos se aplicaron en demostrar que la misma Tierra era la causante de esos temblores, sin que el Cielo tuviese en ellos arte ni parte; y apareció la idea de catástrofe, frente al castigo divino, acuñado desde la más remota Prehistoria por hombres indefensos ante las devastaciones del planeta, en forma de erupciones volcánicas, hambrunas, plagas, epidemias o terremotos, que achacaban al enojo de los dioses con sus fieles por las más peregrinas razones y pedían a los clérigos que intercedieran ante ellos por todos los medios posibles. Científicos que comenzaron los análisis para entenderlas, anteponerse a sus funestos resultados o hacerlas  más llevaderas.  

     No obstante, la idea de castigo célico fue la que prevaleció entre las clases populares de España durante mucho tiempo, alentada por curas y religiosos en general, que les pedían arrepentimiento, contención moral y solicitar el perdón de un Dios enojado con la humanidad; mientras recelaban de las investigaciones de estudiosos europeos, por la fama que tenían, alimentada por la clase sacerdotal desde los púlpitos, de ser todos herejes o ateos. Había, pues, que desconfiar o abominar de sus trabajos, por sospecharse que se enfocaban a atacar los dogmas y, en general, los más sagrados principios de la  religión católica.

    Una cosa es evidente durante el siglo XIX, son escasos los patronos que se eligen en localidades españolas; se ruega, por el contrario, a los existentes desde tiempos anteriores, en particular a los clásicos protectores contra contagios, caso de San Roque y San Sebastián, y a los propios de cada pueblo. Cierto que en esto hay una notable excepción en la zona levantina, y es el culto que comienza a darse al abogado contra los terremotos, el obispo San Emigdio, desde finales del siglo XVIII y, mucho más, después de los sufridos por diversas villas alicantinas en el año 1829, cuando empezaron a editarse novenas, estampas, hagiografías y oraciones sobre el santo, estampas y oraciones, en particular, que se pegaban en puertas y ventanas como seguro detente contra los seísmos. Aunque muchas de las recetas contra el cólera son de origen culto y laico, por tanto, no faltaron otras de clara raíz religiosa, aunque rayanas en lo supersticioso, con muchos años de antigüedad, que se desempolvaron para acomodarlas a las circunstancias del momento. Es el caso de la Cruz de San Zacarías, padre de San Juan Bautista, sacerdote en el templo de Jerusalén, según la tradición, con cierto prestigio entre creyentes como protectora contra la peste desde el siglo XVI, que fue rescatada a mediados del XIX  como talismán contra el cólera. Para dar más fuerza al remedio, se indicaba que el inventor fue obispo de Jerusalén, por tanto un personaje sagrado, en una evidente adaptación de su profesión al Catolicismo, por interés o desconocimiento de la realidad bíblica del redactor.

    Se trata de una cruz de doble brazo, claramente oriental, de la que corrieron mil y una copias manuscritas, hasta editarse en alguna imprenta, caso de la murciana de los Herederos de Muñiz, que, en febrero 1834, publicó Traducción de las Jaculatorias para pedir á Dios nos libre de la peste. Escritas en latín por San Zacarías, obispo de Jerusalén, reimpresa por Pedro Belda en la misma ciudad, en 1860.

    Como la peste se retiró, prácticamente, de Europa tras el terrible brote de Marsella, de 1720, la fórmula se adaptó al cólera y de hecho se indica, en todos los casos consultados, que en Portugal la epidemia no afectó a las casas en cuyas puertas se pusieron esas cruces ni a las personas que las portaron, publicidad que no debió de caer en saco roto. La cruz consta de 25 símbolos, dispuestos a lo largo de su superficie, de ellos siete son sendas cruces. A la derecha del dibujo hay una frase impetratoria: Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal. Líbranos Señor de la peste y de todo mal. A la izquierda, otra: Cuando dé el reloj se dirá la siguiente jaculatoria  Por vuestras llagas,/ Por vuestra Cruz,/Libradnos de la peste/Divino Jesús.   

    Las cruces, desde arriba hasta  abajo y de derecha a izquierda  significan lo que sigue: Cruz de Cristo, sálvame; la Cruz vence, la Cruz reina, la Cruz impera, por la señal de la Cruz líbrame, Señor de la peste; la Cruz de Cristo es poderosa para expeler la peste de este lugar y de mi cuerpo; la Cruz de Cristo ahuyenta a los demonios, el aire corruptible y la peste; la Cruz de Cristo, que antes era señal de oprobio y contumelia, y ahora lo es de nobleza y gloria, me sea de salvación, y aparte de este lugar al demonio, al aire corrupto, y a la peste de mi cuerpo;  ¡Oh señal de la Cruz ¡ libra de la peste al pueblo de Dios, y a aquéllos que confían en él; Cruz de Cristo, defiéndenos, y aparta de este lugar la peste: Señor, librad a vuestro siervo de esta peste, porque sois benigno y misericordioso, de mucha misericordia y verdadero.

     Además, hay otras 18 letras mayúsculas, repetidas dos veces la “A”, la “F”, la “I” la “S” y la “Z”, y tres la “B”, que equivalen a jaculatorias contra el contagio o frases bíblicas. El impreso murciano concluye manifestando que el origen de la devoción estuvo en los padres del concilio de Trento, cuando en esa ciudad italiana reinaba la peste, los cuales reconocieron la utilidad de llevar encima la Cruz para protegerse de ella.

     Otra receta popular es la que podría fecharse en la década de 1830, tomada, según reza el manuscrito que tengo a la vista, del ¡¡Príncipe Lob-Kosvitte, Gobernador General de la Galitzia austriaca!! con la cual preservó su casa y a muchas personas del cólera cuando reinaba en Lemberg. La explicación concluye afirmando sus cualidades curativas, al remachar que, quien la ha usado a tiempo, no ha sido acometido por el mal.      Titulada Preservativo contra el cólera-morbo, consiste en un pedazo de Valdés (sic), que se unta por un lado con resina de pino caliente y se sitúa sobre la boca del estómago, donde se conservará en continua renovación. Al enfermo se le darán diariamente dos o tres gotas de aceite de manzanilla sobre un pedacito de azúcar o, en su defecto, té y caramelos de menta.

     La siguiente es un curioso remedio, escrito en verso por el médico don Miguel Cabanellas (Cartagena, 1795-1877), impreso en esa localidad hacia 1834, en tamaño folio, y repartido por él de modo gratuito para que esté al alcance hasta de los más ignorantes. Se denomina Método claro, fácil, y el mejor conocido hasta el día, para la curación del Cólera-morbo Asiático, ínterin llega el facultativo y su presentación es muy ilustrativa del caso:

  He aquí como se cura

 en Cartagena

 ese Cólera-morbo

 que tanto aterra

 Y es bien sabido

que tres de cien enfermos

no han perecido.

    Las estrofas, escritas de modo sencillo, parecen inspiradas en remedios varios, el principal de los cuales puede ser el mencionado del médico Pedro Vázquez, pues recomienda los pocillos o jícaras de aceite; el vomitar, si preciso fuera, con ayuda de una pluma frotando el galillo; o los vasos de agua fría. Termina el señor Cabanellas su fórmula de este modo:

El que no tenga miedo

y este plan siga,

fuerza es que cual yo hago

del mal se ría.

Pero es forzoso

no perder un momento

Dios sobre todo.

     La última receta que mencionaré es la que recomienda curar el cólera con la ingesta de dos onzas de magnesia pura, seis gotas de aceite volátil de anís y medio vaso de agua templada, todo mezclado. Si el afectado devolviera la mixtura, se le harían tragar seis onzas de poción angélica, es decir el medicamento resultante de mezclar y hervir, entre otras  cosas,  ocho onzas de agua común, clara de huevo, seis adarmes de hojas de sen y agua de canela.

     Antes de que el bacilo del cólera fuera descubierto por Robert Koch, en 1883, y Jaime Ferrán y Clua ensayara su vacuna, durante la epidemia de 1885,  lo que pensaba la gente sobre tan terrible enfermedad lo resume un anónimo vate en los versos que siguen:

Vida honesta y arreglada

                                             Hacer muy pocos remedios

                                             Y buscar todos los medios

                                             de no alterarse por nada.

                                             La comida moderada,

                                             Exercicio y distracción,

                                             Poco encierro, mucho trato,

                                             Salir al campo algún rato

                                             Y continua ocupación

     Que remata con el siguiente Récipe contra el cólera. Una onza y media de sufrimiento, 4 onzas de conformidad, una cucharada de discurso y puesto todo en un puchero nuevo con 4 cuartillos de resignación, se pondrá al fuego dentro de la paciencia hasta que quede en menos de la mitad. Después se destilará por el lienzo de la templanza y sosiego, mezclando 20 gotas de qué se me da a mí. Todo esto se mezclará con la cuchara de la cachaza hasta que quede hecho electuario de madura reflexión.

     Esto se tomará en la forma siguiente, una cucharada de dicho electuario desleído con medio cuartillo de agua del desaogo (sic) y poniéndose él inmediatamente de la capa, si es hombre, ó el de la mantilla si es señora, tomando los polvos de las calles irá diciendo con mucha devoción la siguiente oración

     Caramba, primero soi (sic) yo que nadie, pesadumbre, ni pagar trampas, ni criar buena sangre, lo cierto es que el que se muere lo entierran, lo mejor es tomar el tiempo como viniere, con resignación y frescura, no hay cosa más consavida (sic) que un día tras otro, lo mismo es atrás que á las espaldas y por último lo que no tiene remedio olvidarlo es lo mejor. Después tomará una jícara de chocolate, echara un cigarro ó tomará un polvo mui (sic) despacio, se escupirá bien largo y sanará perfectamente con ésta.

     Visto lo visto y traducido todo a román paladino, viene a decir que a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga; que el que se muere, lo entierran; que lo mejor es no contagiarse de cólera; y que si se llega a contagiar, es conveniente dejar que actúe la Naturaleza y las defensas de cada cual, porque muchos de los remedios y recetas expuestos eran un seguro e infalible modo…. de ganar la vida eterna con inusitada prontitud.

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