Caminaba aquel pastor, cuyo nombre no recuerdan las crónicas, por los alrededores de La Fuensanta cuando un estrépito de campanas espantó a su rebaño. Asustado, comprobó que el santuario estaba desierto. Apenas se había recuperado del susto, descubrió que se iluminaba una de las recónditas cuevas que rodeaban el templo. Aún reunió fuerzas, antes de desmayarse, para contemplar el escuadrón de ángeles que salía de su interior. Unos minutos más tarde, el pastor relataba lo sucedido a los frailes capuchinos. El padre guardián, entre sollozos, suspiró: «¿Acaba de morir doña Francisca de Gracia!».

Santuario de la FuensantaEsta curiosa cómica llegó a Murcia junto a Andrés Claramonte, natural de la Región, truhán y comediante que la animó a actuar en la ciudad durante un tiempo. La mujer trajo con ella un espectacular ajuar de ricos lienzos y paños, joyas de pretendientes antiguos y hasta muebles de maderas nobles. La acompañaba su marido, Juan bautista Gómez, de quien cuentan las crónicas que siempre disfrutó de la fidelidad de su esposa a pesar del oficio de comedianta, tan mal visto como seguido de cerca por el común de los parroquianos.

La noticia de la llegada de Francisca animó la rutina de la ciudad. Desde los grandes señores hasta el último esquilador acudían puntuales a las funciones y vitoreaban el arte de aquella mujer que, a pesar de despertar el regocijo de muchos, sentía un vacío en su corazón. Cierta mañana, cuando el sábado amanecía en la plaza de Belluga, Francisca de Gracia entró a la Catedral a escuchar misa. Era una costumbre que observaba desde antiguo aunque aquella mañana la experiencia le costaría la profesión.

Apenas el cura concluyó la ceremonia, la mujer decidió abandonar la farándula para convertirse en eremita. Ni siquiera tuvo ocasión de recapacitar. Cuentan las crónicas que tuvo una visión, donde se vio santera de un diminuto santuario de la falda de la sierra. Y después perjuraría que tan extraña alucinación la convenció de que sólo así sería feliz.

Al día siguiente y ante el asombro del pueblo, obtuvo el permiso del Cabildo Catedralicio para ocupar una de las cuevas que rodeaban el santuario de La Fuensanta. Francisca de Gracia, quien en un principio no presentaría semejante nombre, lo obtuvo después por su supuesta intersección milagrosa.

Allí pasó el resto de su vida, un total de 28 largos años -entre los años 1610 y 1638- que dedicó a la penitencia y a la oración. Desde entonces, el lugar fue conocido como la cueva de la cómica. El matrimonio donó su patrimonio para la restauración y adorno del santuario y apenas mantuvieron contacto con otra persona que el padre guardián de la congregación capuchina, a quien eligieron como confesor.

Al hospital

El escritor José Ballester describió en su día que la cueva de la cómica estaba dividida en dos estancias. «La primera permite ver a la derecha la hornacina donde la penitente Francisca de Gracia mantenía alguna imagen de su devoto ajuar troglodítico. […] Unas gradas llevan al fondo de la cueva, segundo aposento dedicado al descanso. Las paredes y el techo están ennegrecidos como por el uso que de primitivos hornillos debieron hacer los habitantes que aquel refugio».

En este lugar pasó sus días Francisca hasta que, en 1638, fue trasladada al hospital de San Juan, en la ciudad de Murcia, a causa a una grave enfermedad. Antes, Francisca entregó a los capuchinos una antigua tabla con la imagen de una Virgen. Es la primera referencia a la Fuensanta que se conoce.

La cómica murió el día en que el pastor relató a los frailes los prodigios presenciados. Y durante muchas décadas, la cueva fue lugar de improvisado peregrinaje para los murcianos. Aquella tabla ante la cual rezaba fue expuesta en la iglesia conventual. Al menos, hasta que el cardenal Belluga encargó un informe sobre los extraños milagros que provocaba. Leído el informe, decretó que la tabla se descolgara. Y nunca más se supo.

 

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