La ciudad retembló al primer tañido del toque de Ánimas. Unos, se santiguaron para conjurar la maldición; los más, atrancaron puertas y ventanas, y hasta encendieron lumbres para bloquear el paso por sus chimeneas. Los rosarios volaban de mano en mano. Entretanto, como había ordenado el obispo, el primer fraile salió del Palacio Episcopal. Portaba un farol y un carbón, que le permitiría escribir su nombre en la pared del edificio al que, tembloroso, encaminaba sus pasos.
Murcia, 2011Una hora más tarde, otro fraile inició el mismo camino. Y otros siete lo siguieron, uno por cada convento. La misión encomendada era peligrosa. Tanto, que fue necesario hacer un sorteo en cada comunidad para elegir a los religiosos. Su objetivo debía ser cumplido, «so pena de despojo de hábito y excomunión mayor».
Se trataba de visitar la Torre de la Lavandera, en Churra, indagar cuanto pudieran en su interior, estampar su nombre en una pared y regresar con un informe a una parroquia concreta. Luego, sin cruzar palabra con nadie, debían esperar en la sacristía hasta que amaneciera. A su vez, los nueve párrocos, por separado y sin hablar, acercarían la descripción de los frailes al Palacio. Así, ningún fraile encontraría a otro, ni tampoco los curas podrían contar al resto la información. Pero, ¿qué había sucedido para semejante despliegue eclesiástico?
La noticia de que una mano negra aparecía en aquella torre ruinosa se extendió por la ciudad tan rápido como crecían los testimonios de cuantos se acercaban a la casona. Presuntos chillidos y lamentos, apariciones espectrales y humo con olor a azufre hicieron crecer la leyenda hasta el extremo de que las barracas próximas se desocuparon y el Concejo, prudente, acordó que competía al Obispado resolver la cuestión.
Una increíble procesión
El Obispo, ante la avalancha de testigos que advertían de la maldición que atenazaba la casa, acordó enviar a aquel curioso equipo de nueve frailes. Las conclusiones eran estremecedoras: la Torre de la Lavandera tenía una mano negra. Y la solución pasaba por el exorcismo, que se celebró el 19 de octubre de 1671. La comitiva, que partió como penitencia desde la Catedral, no tenía desperdicio.
Los cronistas relatan que iba encabezada por una Cruz alzada y ciriales. Detrás, los Franciscanos de San Diego, los Carmelitas de Santa Teresa, los Jerónimos de La Ñora y hasta los frailes de Santa Catalina del Monte. Por último, los Dominicos. Detrás procesionaron los Cabildos de párrocos y de la Catedral, arropando al obispo. Eso, sin contar los cientos de curiosos que se sumaban a la comitiva, incluido el alcalde y los regidores. Entre cánticos e incienso, al ritmo que imponían en la distancia las campanas de la Catedral, el cortejo alcanzó su destino. Ni imaginaban qué iba a suceder.
Sin previo aviso, un humo denso inundó el lugar y, entre llamas que los cronistas tildaron de «infernales» apareció la mano negra. Y no sólo eso. Además, se mostró comunicativa. Extendiendo sus dedos carcomidos, la mano señaló a los presentes. El obispo supuso que la mano buscaba a alguien y ordenó que formaran una fila para pasar ante ella.
Todos, al llegar a la puerta, balbuceaban: «¿Me buscáis a mí?». Pero la mano hacía un gesto de negativa. Hasta que llegó el prior de los dominicos, Juan Blázquez. Hombre gallardo, la mano volvió a señalarlo. Resignado, recibió la bendición del obispo, quien le entregó al monje un Lignum Crucis, y se acercó a la Torre. Las puertas se abrieron, el religioso desapareció dentro y la mano de la ventana.
Cientos de testigos
Media hora más tarde, el prior salió de la casa, pidió un papel donde escribir y volvió a entrar. Oscureció. Otra media hora después, las puertas se abrieron. Un escalofrío recorrió a los presentes al comprobar que el prior se había convertido en un anciano torpe, cuajada su cabellera negra de canas. Con un voz quebrada anunció: «He jurado no decir nunca el motivo de este prodigio. La mano negra no aparecerá más a condición de que nadie se ocupe de esto». Y así sucedió.
Según la tradición, la mano negra pertenecía a un hereje o preso ajusticiado en la horca, a veces quemado vivo. El color negro, por extensión, se atribuía a la sangre que por ella había circulado.
El viajero e hispanista Richard Ford recuerda que la sangre negra es «la ruin pez, infernal vileza que se encuentra en los esqueletos de los moros, judíos, gentiles, luteranos y otros herejes combustibles, cuyos cuerpos quemaba el Santo Tribunal por el bien de sus almas. Es más: en el caso de los hebreos se supone que, además, esta sangre negra hiede, de donde viene el que los judíos fueran llamados por los doctos latinistas putos».
En algunas culturas, la mano negra se conocía como mano de gloria y permitía a su propietario, después de someterla a un arduo proceso de secado, atravesar paredes. La leyenda se extendió por toda Europa durante la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, Murcia fue una de las primeras ciudades en describir el extraño caso de una mano negra que conmocionó a la ciudad en 1671.
Fray Juan Blázquez cumplió su palabra. Aunque apenas sobrevivió unos años, jamás volvió a salir del convento y sus hermanos, pese a que reconocieron «espiarlo hasta sus menores movimientos», sólo descubrieron que, «tenía mucho cuidado con las lámparas del Santísimo. Bajaba a medianoche a atizarlas para que no se apagaran». Así consta, aunque sea increíble, en muchos textos de la época.

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