Los murcianos, contra todo pronóstico eclesiástico, aguardaban la llegada de la Fuensanta mirando al cielo. Y no para suplicar el agua que tantas veces le habían implorado. Ni siquiera alzaban sus ojos para comprobar si había nubes. Más bien, para lo contrario. Porque aquél 5 de septiembre de 1930, a la puerta de la iglesia de El Carmen, la novedad no era recibir a la Patrona. El silencio auguraba una escandalera. Una multitud de fieles colmaba las calles engalanadas mientras el Cabildo catedralicio y el Ayuntamiento, bajo mazas, se impacientaban. Seguían levantando la vista por encima de la multitud.
A la Fuensanta, como era costumbre en su regreso a la ciudad, le arrojaban pétalos de flores a su paso. Sin embargo, incluso aquellos que esperaban el trono en sus balcones también escrutaban las alturas. Y entonces sucedió. El autogiro de Juan de la Cierva apareció en el horizonte y fue descendiendo hasta sobrevolar a la Patrona, cubriendo la talla de una lluvia de pétalos de rosa. La tensión se desbordó. Miles de murcianos correspondieron al ingeniero agitando sus pañuelos y la Morenica, quizá también por vez primera en su historia, fue titular en casi todos los diarios españoles.
Aquel memorable vuelo mantuvo a la ciudad expectante durante casi dos semanas. Todo comenzó con el anuncio del regreso a Murcia del inventor. Había triunfado y sus paisanos lo reconocían. El retorno a la patria chica culminaba la dedicación de toda una vida. Entretanto, el genial Thomas A. Edison había declarado que el autogiro constituía, “después del primer vuelo de los hermanos Wright, el mayor progreso aeronáutico alcanzado por el hombre”.
Juan de la Cierva Codorníu nació en Murcia, en 1895, y estudió ingeniería en la Escuela Especial de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos en Madrid. En 1919, después de presenciar el accidente de un biplano experimental, que él mismo diseño, comprendió la necesidad de hacer más segura la aeronáutica. No imaginó que moriría en un accidente de avión.
Después de varios fracasos, el primer autogiro alzó el vuelo a comienzos de 1923 en el aeropuerto de Cuatro Vientos. Comenzaba la leyenda. Apenas dos años más tarde, De la Cierva continuó sus investigaciones en Gran Bretaña, donde fundó la compañía The Cierva Autogiro Company. Antes, en el Salón de París se proyectaron varias películas sobre el invento, que atrajeron sobre este ingenio la atención de numerosos gobiernos.
El murciano fundó también otra compañía para el desarrollo del autogiro en Estados Unidos: The Pitcairn-Cierva Autogiro Company of America. Para esta empresa contó con el apoyo financiero del multimillonario Harold Frederick Pitcairn, quien consiguió difundir los autogiros por todo el país, tanto para usos públicos como privados.
¿En qué residía su genialidad? Entre otras cuestiones técnicas, el principio de sustentación del autogiro difiere del helicóptero, cuyas paletas giratorias están accionadas por el motor. En el autogiro, en cambio, se mueven por la fuerza del viento. La diferencia garantiza la seguridad del aparato, ya que es posible hacerlo descender, de forma vertical, en caso de que el motor se detenga.
La tenacidad e ilusión de Juan de la Cierva encontraron amplio eco durante años en los diarios regionales, cuyo interés alcanzó cotas increíbles ante el anuncio de que volvía a Murcia tripulando un autogiro.
El día 20 de agosto de 1931 una comisión del Ayuntamiento de Murcia, junto a varios ingenieros y aviadores, recorrieron el municipio palmo a palmo: debían encontrar un lugar adecuado para el aterrizaje. Y lo hallaron en el campo de Sangonera la Verde, próximo a la urbe y despoblado. Allí construyeron una pista de aterrizaje y un cobertizo para resguardar el autogiro, mientras la ciudad ultimaba “un grandioso homenaje”. Lo sería. Uno de aquellos espléndidos aparatos voladores logró aterrizar en la mismísima Casa Blanca, donde el presidente Herbert Clark Hoover recibió a sus tripulantes.
El alcalde invitó a los murcianos a recibir al inventor, estableciendo líneas de autobuses hasta Sangonera. La Diputación propuso adquirir unos terrenos para construir un aeropuerto. De hecho, se adquirieron cuatro años después. Comisiones de todos los municipios de la Región confirmaron su asistencia. Al llegar el aparato se dispararon cohetes y repicaron las campanas, la fachada del Consistorio fue iluminada y los banquetes se sucedieron, incluido uno popular, en el jardín de Floridablanca. Otro, en el Casino, reunió a lo más granado de la sociedad murciana.
En aquella ocasión, De la Cierva condensó en su discurso toda una filosofía de vida. “No soy orador y nada podría deciros. Con mi aparato delante podría hablaros de muchas cosas”. Y añadió: “Estoy conmovido del homenaje que me rendís aquí, en mi tierra […] He venido después de recorrer parte del mundo para ofrecer mi cariño a Murcia, por mí siempre amada”. Lo decía el científico más galardonado de su tiempo y, quizá, el más importante de la historia contemporánea española o, cuando menos, el más reconocido. Así quedaría demostrado al recibir, dos años más tarde, la Medalla de Oro Guggenhein en la Exposición Internacional de Chicago.
Mientras De la Cierva triunfaba siempre tuvo a Murcia muy presente. De hecho, en 1935, en un encuentro entre la directiva de la Cámara de Comercio y el ingeniero, se gestó la propuesta para ubicar un aeropuerto en el Municipio. El proyecto generó la ilusión y el apoyo de las autoridades y la Cámara adquirió terrenos en Sangonera para llevar a cabo las obras. El inicio en 1936 de la Guerra Civil frenó el proyecto.
El éxito alcanzado por este murciano universal se vio truncado, curiosamente, por un accidente aéreo. Ocurrió el 9 de diciembre de 1936, cuando se disponía a volar de Londres a Ámsterdam en un avión de línea regular. Tenía 41 años. No tuvo oportunidad de ver cómo la tecnología de su invento permitía a otros hacer volar el helicóptero. Tampoco vio cumplido su sueño de que Murcia tuviera un aeropuerto comercial. Al menos, siquiera para hacer justicia, debería llevar su nombre el que ahora se construye. Así sea.